Junto a Margit Frenk por las llanuras de la Mancha
Texto de Jorge Gutiérrez Reyna
Fotos de Claudia Becerril

Conozco a Margit Frenk en persona desde hace poco más de seis meses. Digo en persona porque, de otro modo, nos conocemos desde hace ya varios años, aunque ella no lo sabe. En el primer trabajo que escribí en la carrera de Letras Hispánicas, sobre la antigua lírica popular española, leo: “Margit Frenk identifica seis temas principales en esta poesía: el amante tarda, el amante se ausenta, el amante va a la guerra, la muchacha se hace monja a su pesar”, etcétera. Recuerdo haber sacado de la biblioteca aquel libro blanco sobre las jarchas mozárabes, en cuya portada una pareja se dispone a templar unos curiosos instrumentos de cuerda. Entonces estaba asustado: no tenía una idea clara de qué hacía ahí, a cientos de kilómetros de mi ciudad, buscando información sobre la literatura de un lugar llamado el al-Ándalus en un pasillo solitario y mal iluminado. Tampoco tenía idea de quién era Margit Frenk, pero su libro me fascinó y las jarchas, tanto que aún me gusta repetirlas en la memoria de vez en cuando. Gracias a ese primer encuentro, y a otras cosas más, supe que estaba en el lugar correcto, que estudiaba lo único que podía y quería estudiar.
Como quien oye una canción, se hace fan de la banda y se dedica a escuchar todos sus discos, así me puse yo a leer a Margit Frenk desde ese día: el prólogo a las comedias de Alarcón, la impecable edición de Fernán González de Eslava, los 44 estudios sobre nuestra antigua poesía, la traducción de Curtius y un largo etcétera. La vi de lejos algunas veces. Recuerdo una ponencia en la que habló de esa variante de la letrilla de Góngora: “dejadme llorar / orillas del amar”; y también cuando fui con mis amigos a atiborrarme entre las multitudes, como en concierto de rock, para oírla dictar su conferencia sobre el imprevisible narrador del Quijote en el aula magna de nuestra facultad: uno de los mejores recuerdos de mi vida universitaria.

Así que podría pensarse que, cuando la vi entrar por la puerta del salón en el que imparte su seminario de posgrado sobre, precisamente, el Quijote, ya, más o menos, la conocía. Gran parte de mi formación universitaria y de mi reafirmación vocacional se debían a ella, a sus palabras sobre el papel, a las pocas veces que la había escuchado desde el asiento de un auditorio. Pero tener “por maestro un libro mudo”, como diría sor Juana, no puede compararse con tener un maestro de carne y hueso, de viva voz. Aprender de la propia voz de Margit es maravilloso: uno se queda “colgado de sus palabras”, como Sancho Panza de las de su amo. Y no sólo de sus palabras, sino de sus manos inquietas, que perfilan en el aire su entusiasmo cuando habla de cosas que le apasionan, de sus risas cuando Sancho dice alguna “patochada”, de sus corajes cuando algún crítico opina algo que no le parece, de su memoria prodigiosa, sombrero de mago, de donde saca versos, refranes, dichos, cuentos populares, que parecen no tener fin.
Al salón, un tanto desvencijado, de sillas apiladas y cortinas raídas, donde imparte su curso, llegan dos especies de estudiantes: los que no han leído nunca la obra maestra de Cervantes y los que creen haberla leído una, dos y hasta tres veces. Porque leer el Quijote de la mano de Margit es leerlo siempre por primera vez. En el seminario se fomenta una práctica, curiosamente poco extendida: leer muy en serio, detenida y atentamente; porque, en palabras de la propia Margit, “si no leemos el Quijote con lupa, se nos escapa lo más importante”.
La prosa de Cervantes es tan atrayente, tan hipnotizante, tan fluida que cualquier lector puede bebérsela de un solo trago y saborearla sin percatarse de los matices, de las texturas. En el seminario degustamos, vamos con tiento: nos detenemos en una palabra o frase cuyo sentido era muy diferente al actual; en un epígrafe que no embona con lo narrado en el capítulo; en una falta de concordancia o ambigüedad sintáctica significativa; en un sutil doble sentido: don Quijote, dice Sansón Carrasco, es “la honra de las doncellas, el favor de las viudas y el arrimo de las casadas” (ii, 8:598).

Cuántas cosas no habremos descubierto al escarbar cada vez más hondo en la narrativa de Cervantes, en las polvorosas llanuras de la Mancha, de las cuales vamos develando un estrato tras otro. Descubrimos que, por debajo de la superficie, se extiende una amplia subtrama, un Quijote subterráneo, imperceptible para el lector que pasa a todo galope, pero sin cuyo sustento la novela tal vez no se erguiría orgullosa como lo hace.
Esta subtrama está compuesta por un montón de cabos sueltos que Cervantes, con toda seguridad, esperaba que su “desocupado lector”, su lector obsesivo, fuera atando uno por uno. Margit, sobra decirlo, es justamente una de esas desocupadas y obsesivas lectoras que Cervantes consideraba ideales para su novela. Gran parte de su trabajo realizado a propósito del Quijote consiste, de hecho, en eso: en sacar a la luz esa compleja subtrama que en una lectura rápida no es perceptible. Sus Cuatro ensayos sobre el Quijote, dice ella misma en el preámbulo, se basan en “una repetida lectura muy atenta, muy observadora ―en un close reading―”.
Así como progresivamente el caballero andante contagia al escudero con su locura, Margit nos va contagiando de sus obsesiones; nos convierte, poco a poco, en lectores atentos y, en un par de semanas, ya somos capaces de llevar a cabo deleitosas labores detectivescas. Ahí estamos, por ejemplo, siguiéndole la pista a la jaula en la que, sobre el carro de bueyes, va don Quijote “encantado”. Margit nos ha hecho ver que, si bien la jaula se menciona claramente en un primer momento, los capítulos transcurren y el narrador no vuelve a hablar de ella: ¿por qué la desaparece?

Nos hemos fijado también en la continua oscilación de don Quijote a propósito del encantamiento de Dulcinea, que acontece al comienzo de la segunda parte: a veces, ella es la que ha sido transformada “en una aldeana soez y baja”; otras, es don Quijote el encantado, a quien sus enemigos los encantadores, le han puesto “nubes y cataratas” en los ojos para ocultarle la belleza y majestad de su princesa.
En la primera parte, don Quijote no habló de otra cosa que no fuera el yelmo de Mambrino (que para el resto del mundo era una bacía de barbero) y, cuando prepara su tercera salida no dice una sola palabra acerca de éste. Lo lógico era que pidiera a su escudero que le calara en la cabeza aquel famoso yelmo fabricado, a su entender, de oro puro. ¿De tanto oír que no era ese yelmo sino bacía terminó el caballero loco por convencerse?
Asimismo, Margit nos ha hecho ver que, si don Quijote dormía cuando el cura y el barbero, hacia el final de la primera parte, lo sujetan e introducen en la jaula sobre el carro de bueyes para volverlo a su aldea, debía entonces estar en camisa, lo equivalente a estar desnudo en la época. Una camisa que, además, debía de ser bastante corta, puesto que don Quijote le rasgó un pedazo del extremo inferior para hacer con éste un rosario durante su penitencia en Sierra Morena. Alguien podrá decir: ¡cuánta ociosidad! Pero todos esos detalles son importantísimos para comprender cabalmente el sentido de la obra: no es lo mismo leer los últimos siete capítulos de la primera parte con la conciencia de que el protagonista, durante todo ese tiempo, está prácticamente desnudo.

El Quijote es quizá la obra literaria escrita en español sobre la que se han esgrimido más opiniones y se han escrito más comentarios. Hay además películas, canciones, obras de teatro, programas de televisión, basados en la novela cervantina. Quien llega a clase de Margit carga consigo, necesariamente, una serie de ideas preconcebidas a propósito del texto que ha ido recogiendo por aquí y por allá a lo largo de toda su vida. Pues bien, Margit se encarga de que vayas descartando, una por una, aquellas que son erróneas, que son simplistas, que están sustentadas sobre una mala lectura y se han fosilizado en lugares comunes de la crítica. A la hermosa sinfonía del Quijote se han sumado a lo largo de los años tantas voces, tantos músicos, algunos más afinados que otros, pero que hay que aprender a desoír para estar cerca de la música primera de Cervantes.
Margit hace que nos vayamos dando cuenta, gracias a la lectura cuidadosa, de que casi todos los supuestos “errores” o “descuidos” que la crítica ha querido achacarle a Cervantes son en realidad travesuras suyas, que la locura de don Quijote adquiere muchísimos matices, que Sancho, en realidad, comienza a ensartar refranes hasta muy avanzada la primera parte, que la novela, sólo desde un cierto punto de vista, es una diatriba feroz contra los libros de caballería, que quién sabe si don Quijote muere cuerdo y que “Alonso Quijano no era su nombre”. En fin, que en el Quijote, esa gran oda a la libertad, todo está en perpetuo movimiento, como en la vida misma: no se pueden hacer generalizaciones, nada es unívoco, nada es lineal, y pocas cosas son lo que aparentan.

Nada de lo que he dicho hasta ahora es lo mejor del seminario de Margit Frenk. En él, el amor por el Quijote nos entra por los oídos, porque lo leemos todo, literalmente, todo en voz alta. Es decir, a la manera en la que Cervantes esperaba que se leyera su obra en el siglo XVII, época en la que casi nadie leía en solitario y en silencio, como es habitual ahora, en nuestra cultura “escritocéntrica” ―a este asunto, por cierto, dedica Margit Entre la voz y el silencio, libro que, he de confesar, es mi favorito―. En el seminario nos reunimos dos veces por semana alrededor de Margit, como aquella gente alrededor del fuego, y escuchamos con deleite las aventuras del caballero andante. En ocasiones, me gusta escuchar e imaginar que estoy oyendo a algún cura leer en una de esas ventas desvencijadas en las que se hospeda don Quijote, fantasía a la que nuestro salón, con su desaliño, contribuye.
Durante el seminario nos vemos sujetos a todas las vicisitudes que trae consigo la lectura en voz alta. Entre nuestros compañeros hay incluso quien es actor y, como se imaginarán, lee de perlas; otros leen clara y pausadamente; y otros más… hacemos nuestro mejor esfuerzo. Hay quienes ya memorizan ciertos fragmentos de la novela. Por supuesto, nos carcajeamos, suspiramos, nos entristecemos juntos durante la lectura. En alguna de las sesiones, más de uno estuvo a punto de soltar una lágrima, si es que no la soltó, cuando oímos a Sancho decir que su amo “tiene un alma como un cántaro… y por esta sencillez le quiero como a las telas de mi corazón”. Claro está, tenemos discusiones, las cuales Margit, directora de la orquesta, a la par modera y alienta.

La conozco en persona, como ya dije, desde hace poco menos de un año y este, Margit Frenk cumple 90. Hay quienes fueron sus alumnos antes de que yo naciera, ha impartido cientos de clases, de seminarios, dictado innumerables conferencias. No sé cómo haya sido durante todo ese tiempo pero, en lo que a mí respecta, creo que mi querida maestra es de las que mejoran con los años, pues no imagino cómo su clase podría ser mejor de lo que es. Seguramente a los que vengan después de mí, les tocará una clase aún mejor de la que tengo ahora.
Agradezco haber tenido la oportunidad de compartir el aula con ella, el hecho de que Margit no sea más, como lo fue para mí por tantos años, una muda cadena de tinta sobre el papel. No volverá a serlo nunca. De ahora en adelante, cada vez que deslice mi vista sobre las páginas del Quijote, escucharé, Margit, tu voz en mi cabeza, diciéndome esas cosas que siempre nos dices: “¡Ojo!, ¿ya te fijaste en lo que está pasando?” “¿No te parece maravilloso?” “¡Pero qué cosas se le ocurren a Cervantes!”. No sé si vuelva a repetir la experiencia de leer el Quijote entero en voz alta, pero te aseguro que junto a ti por las llanuras de la Mancha, Margit, no volveré a leerlo en solitario.
Ciudad de México, 21 de febrero de 2015
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