La risa y el arte de vivir dibujar
Texto de Abril Castillo Cabrera
Ilustraciones de Santiago Solís
Me da miedo el papel en blanco y la muerte de un ser querido. Me gusta superar el vacío que existe antes de empezar un proyecto tanto como aquel que queda cuando éste ha concluido. Puedes conocer a una persona por lo que teme, porque sus miedos son también la raíz de su satisfacción más profunda. Son la entrada al laberinto. Son la puerta que se cruza antes de la caída libre. Se trata de superar la amargura que muchas veces implica estar a la mitad de un trayecto. Pensarnos desde el presente parados en el pasado y confiar en que el yo futuro se las arreglará por llevarnos a buen puerto. Así se avanza en el tiempo y se deja de empujarlo colina arriba.
Me gusta la imagen de Sísifo y que Camus empiece ese libro preguntándose por el suicidio, como punto de partida para la vida. Porque para el ser humano, la vida no sólo ocurre, es una decisión. ¿Quién es capaz de soportar la vida, a pesar de saber que terminará? Me recuerda también a esa imagen de Rayuela, donde Oliveira habla con náusea de un atardecer rosa y éste deja de ser el estereotipo de la pulsión de vida para remitir al asco de estar vivo:
Me desperté y vi la luz del amanecer en las mirillas de la persiana. Salía de tan adentro de la noche que tuve como un vómito de mí mismo, el espanto de asomar a un nuevo día con su misma presentación, su indiferencia mecánica de cada vez: conciencia, sensación de luz, abrir los ojos, persiana, el alba […] En ese segundo, con la omnisciencia del semisueño, medí el horror de lo que tanto maravilla y encanta a las religiones: la perfección eterna del cosmos, la revolución inacabable del globo sobre su eje. Náusea, sensación insoportable de coacción. Estoy obligado a tolerar que el sol salga todos los días. Es monstruoso. Es inhumano.1
Por suerte el momento termina, pero todos los días vuelve a ocurrir exactamente igual. Es inhumano porque nos acerca más al animal. Tenemos mente pero no somos nada y a la nada tendemos. De ahí que Sartre dedique un libro a hablar de esa sensación de náusea ante la existencia, la nada. Que el teatro del absurdo nos haga reír en ciertos momentos, pero también nos comparta esa angustia de Vladimir y Estragón, en Esperando a Godot, cuando recuperan la conciencia de cuánto tiempo llevan ahí, atrapados en ese limbo, donde Samuel Beckett construyó la eternidad con maestría en sólo dos actos. Los personajes generan ternura y risa con sus acciones, pero su situación nos distancia y sentimos pena y desesperación por lo que están viviendo.
Debemos vivir diariamente con la incomodidad de ser nosotros, los días buenos y los días peores, así como con la alegría de no ser el otro cuando vemos que le va mal (a menos que sea un ser querido) y el pesar de poder hacer nada para aliviar su dolor. Seguimos vivos en espera de algo. Inmersos en el absurdo de la existencia como tal, de estar vivos, de saber que un día moriremos y tener que encontrar a cada trago una razón para seguir. Tal como desarrolla Camus en El mito de Sísifo, somos seres condenados a subir una roca por una colina para toda la eternidad. ¿Cómo seguir viviendo, cómo no suicidarnos, conscientes de que la existencia es sólo eso? Gracias a esa conciencia.
Para Louis C.K., la mejor comedia aspira a lo incómodo, a lo absurdo, a la nada. Lo incómodo, por un lado, radica muchas veces en los tabúes, en esos temas que todos vemos ahí y que nadie quiere tocar. Casi todos están ligados con sexo, religión o política (la comedia en México evita a toda costa hablar de estos temas, y es por eso quizá que sea tan sosa: nadie quiere hincarle el diente a nada que nos haga realmente pensar).
Por eso no sorprende el éxito de Los Simpson, por ejemplo, basados en la cotidianidad de las familias norteamericanas, en sus estereotipos, pero también en lo universal de ser una familia, una comunidad; y en todos los referentes culturales, sociales, religiosos con los que puede relacionarse alguien no sólo de Estados Unidos, sino de cualquier parte del mundo. En la comedia, nos reímos de otros y en el fondo nos reímos de nosotros mismos y entre más queremos dejar de ser el protagonista, con más fuerza nos acercamos a la tragedia: sentimos pesar ante la historia de otro porque no queremos que eso nos pase, pero nos aliviamos (o hasta podemos reírnos) de ver que le pasa a alguien más (“Es gracioso porque no me pasa a mí”, dice Homero). Así, Woody Allen no se cansa de explorar en sus películas los límites tan diluidos entre la tragedia y la comedia (y lo vuelve literal en ejemplos casi olvidables como Melinda y Melinda [2004], o convierte esta mancuerna en ironía, como en la gran Crímenes y pecados [1989] y en el casi remake de la misma Matchpoint [2005]).
Además de sus miedos, puedes conocer a una persona por lo que la hace reír: la situación incómoda, el dolor ajeno, la justicia poética, el doble sentido, el humor negro. Y que aquello que en realidad nos hace reír se centra en un acto de empatía: entre eso que vemos y lo que reconocemos de nosotros mismos allí.
Si nos da risa tropezarnos, por el vértigo de haber estado a punto de caer, o si a veces nos hace reír el tropezón de un desconocido en la calle, ¿cuál es el límite para reírnos de nosotros mismos? ¿Cuál, para reírnos del otro?, ¿en qué punto el dolor, el nuestro y el del otro, se vuelven poco graciosos?, ¿dónde empieza a ser de mal gusto soltar una carcajada? ¿En qué punto la risa se mezcla con el dolor y se apuntala en la garganta a manera de llanto, de náusea, de placer?
Louis C.K. recuerda un chiste de Fred Greenlee que dice: “¿No les ha pasado que tienen la pistola en la boca y les pega en un diente y se les destiempla? ¿No odian cuando les pasa esto?”. El chiste echa a andar varias posibilidades. El narrador del stand-up es la primera persona, el yo, que en este chiste en particular habla de ese momento en que decidió matarse. Si quien cuenta ese chiste está ahí contándolo, ¿quiere decir que después de destemplársele el diente decidió seguir viviendo? ¿Esa incómoda sensación al chocar el metal con la dentadura lo hizo sentir de nuevo vivo o sólo impidió que el acto se llevara a cabo? ¿Nos habla un muerto desde el más allá?
La comedia puede dispararte en diversas direcciones, lo mismo que una gran imagen. Cuando alguien te explica un chiste, lo mismo que una imagen poderosa (gráfica, poética, punzante), la experiencia poética no ocurre de la misma manera, la obra no nos arroba y quedamos los mismo, si bien sintiéndonos más estúpidos. Cuando uno al fin se rinde y pide la respuesta de un chiste, igual que un acertijo que estamos demasiado desesperados por entender, por saber el final, nos perdemos un golpe al corazón que ocurre o no, como el amor. Sabemos que si pasado determinado tiempo no se ha resuelto (la broma, el acertijo o el enamoramiento) sólo queda sufrir. Hay dos caminos siempre: pedir un helicóptero que nos transporte al final del laberinto, o pasearlo con calma, conscientes de que quizá nunca lleguemos al otro lado.
Para C.K. los mejores chistes son aquellos a los que vuelves otra vez, como lugares que uno revisita en la memoria o como libros o películas cuya narración nos atrapa a tantos niveles que es necesario repetir y repetir. Como un hombre que cada día sube una roca a lo alto de una montaña, como una historia que cada vez nos cuenta algo diferente sobre sí misma y sobre nosotros, como una nueva oportunidad cada día de darle sentido al mundo para que al final lo pierda otra vez.
Por eso, para hacer comedia (y esto bien puede aplicarse a cualquier acto creativo), es necesario aprender a vivir con la incomodidad. La molestia que causa estar en constante búsqueda de nuestro elemento es lo que permite que nos coloquemos en situaciones donde es posible aprender sin perder el sentido de estar ahí. Vivimos descolocados y en la espera de encontrar ese lugar que cada día vuelve a descomponerse.
La verdadera risa viene de un pensamiento profundo que consigue conectar con otro siendo sólo esta materia artística única: sin explicaciones ni justificaciones de por medio. Se trata de eso: de ser arroyados por una obra sin intermediarios. Ahí yace de un lado el creador y del otro el lector y la obra nos llega directa, como quien lanza un arcoíris al otro extremo. Somos el duende o a eso aspiramos, a estar de ese otro lado para que nos llegue de lleno la luz multicolor y podamos formar el arco perfecto.
Y uno lanza mensajes como botellas al mar. Y depende tanto de la luz y la humedad y la reflexión que quién sabe si logremos conectarnos. Las razones para crear son vastas. He escuchado quien solo quiere ilustrar para ser famoso, algún niño en una presentación nos preguntó que como cuánto ganábamos, para ver si se decidía o no por hacer libros de grande; hay quien crea como si no hubiera mañana y no muestra su obra a nadie o a pocos o que destruye tan pronto terminó. Quizá lo menos importante sea el resultado. En su momento mismo, en ese arrebato de concentración donde el tiempo ya no importa y no sabemos más de nosotros, el resultado siempre es lo de menos. Ese sentimiento de ausencia es aspiración de muchos, y no sólo se consigue escribiendo una novela, pintando un mural o bailando. Puede ocurrir mientras lavamos los trastes, picamos verdura o meditamos. Ese abandono del cuerpo para no ser nada tiene también un lado zen, que calma la angustia y nos devuelve a ese todo inhumano, tal vez animal, donde estamos en esa nada, pero no nos importa. El arte viene después y lo que la mente necesita es anular al yo por un momento, irónicamente, dejando que éste fluya sin filtro. Pero esa inconsciencia debe estar conectada con algún talento y maestría en alguna herramienta. Quizá sólo así lo que resulte sea arte.
Louis habla de cómo un buen comediante no sólo está armado de buenas anécdotas, debe ser un gran actor, capaz de ir descosiendo la trama con un ritmo preciso para que el público se enganche y pasa lo mismo con un escritor o un ilustrador. Si el primero no domina la gramática o el segundo no sabe de materiales y dibujo básico, será difícil comunicar sus ideas. La actuación es al comediante lo que el dibujo técnico al ilustrador. Y la herramienta debe pasar inadvertida cuando el público se enfrenta a la obra. Como dicen que un editor debe ser invisible en un libro.
“Las mejores bromas no parecen bromas. No del todo. El punch line de una gran broma puede llevarla a un cierto clímax y hacer reír a la gente, pero no resuelve la broma, no la detiene, así que la broma puede seguir y seguir y seguir y seguir… hacia la nada”.2 Lo mismo pasa con una buena imagen, una metáfora tiende a crecer y crecer hasta volverse alegoría. De ahí que existan mundos imaginarios y personajes de ficción que conocemos mejor que muchos reales (como dice Chesterton: “Los cuentos de hadas superan la realidad: no porque nos digan que los dragones existen, sino porque nos dicen que pueden ser vencidos”).
Hemos sobrevivido al papel en blanco, a la lluvia de noche, al primer día de clases, a fallar un penalti, a pedir perdón, a correr un kilometro más, a estar solos en un país extranjero y hasta a hablar en público. Y el coraje necesario para llevar a cabo lo peor que podamos imaginar, para sobrepasar ese descolocamiento, no existiría si no fuera por el miedo, ese frío que nos mueve a la acción. Y el miedo primigenio no es otro que aquel que sentimos hacia la muerte. Al ver a la muerte a los ojos (como en el otro que aquel que sentimos hacia la muerte. Al ver a la muerte a los ojos (como en el chiste de Greenlee), llega la vida acompañada de la horrible sensación de golpear un nervio dental. Luego la nada. Y eso es lo que nos coloca incansablemente en el presente, en el instante único e irrepetible, en lo absurdo de la existencia, en la sensación de estar vivos. Y así, la idea brillante sólo se presenta a chispazos y después de mucha náusea.
Los buenos chistes y las grandes imágenes no se detienen en sí mismos, sino que generan otros: primero, en la mente del espectador y luego (o en el mejor de los casos) cuando éste decide llevar su lectura al mundo externo: al digerirla, transformarla y crear nuevas obras. Por eso un buen chiste o una buena ilustración son detonantes, rocas en busca de una pendiente infinita que nunca las detenga.
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