La vida en otra parte II Una reflexión sobre el retrato
y la otredad
Texto de Nico Ruiz
Fotografías de la serie Body Culture de Francisco Alcalá Torreslanda

Al hablar de la escritura de las apariencias, Fontcuberta escribe esta interesante reflexión:
Diógenes buscaba la verdad con su lámpara; hoy salimos a buscarla con cámaras fotográficas. La paradoja es que la lámpara de Diógenes arrojaba luz sobre las cosas y la cámara, por el contrario, engulle esa luz. La cámara no ilumina necesariamente nuestro entendimiento sino que, como sugería Flusser, está forzada a vérselas con lo oscuro y sombrío, con los espectros y las apariencias. Contrariamente a lo que la historia nos ha inculcado, la fotografía pertenece al ámbito de la ficción mucho más que al de las evidencias. Fictio es el participio de Fingere que significa “inventar”. La fotografía es pura invención. Toda la fotografía. Sin excepciones. (167)
Y claro, no queremos aquí contradecirlo. El punto de Fontcuberta es liberar a la fotografía de la tiranía del objeto y del tema; tiranía que se relaciona fuertemente con todos los clichés (palabra que viene al caso) tecnológicos que quieren ver a la fotografía, desde la invención del daguerrotipo, como una rendición pasiva de una naturaleza previa. Como si todo estuviera ya ahí para que lo cosecháramos, como si cualquier retrato fuera un trozo de realidad, una verdad indiscutible. Por supuesto, si esto fuera así, la fotografía no podría ser un arte y el fotógrafo sería un maniquí de pura función mecánica que activaría la reproducción de una naturaleza expectante.

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Al hablar de la fotografía como invención, Fontcuberta toca un punto insospechado que señala también lo que llama Barthes “el noema de la fotografía”, su naturaleza: es decir, la evidencia de que lo fotografiado estuvo ahí. Al ser lo opuesto de la lámpara de Diógenes, al absorber la luz, la fotografía, según Barthes, encuentra su naturaleza en un proceso químico que crea relaciones peculiares. La luz es capturada por la cámara, esa luz que toca los objetos, que emana de un espacio y de un tiempo para después revelarse al espectador, para mostrarse ante sus ojos. Se crea un vínculo entre lo fotografiado y el que observa la fotografía, un vínculo de realidad innegable: “La luz, aunque impalpable, es aquí un medio carnal, una piel que comparto con aquel o aquello que han sido” (127). Así, por más manipulable que sea el medio fotográfico, por más que lo expliquemos como pura invención, no podemos evitar la evidencia que señala insistentemente toda foto: eso que quedó plasmado ahí, alguna vez fue.
Y esto lleva a anécdotas maravillosas. Como la que toma prestada Sontag de los cuadernos de Delacroix cuando relata los experimentos llevados en 1850 en Cambridge para fotografiar la estrella Vega:
Ya que la luz de la estrella cuyo daguerrotipo se obtuvo tardó veinte años en atravesar el espacio que la separa de la Tierra, el rayo que se fijó en la placa, por lo tanto, había abandonado la esfera celeste mucho antes de que Daguerre descubriera el proceso mediante el cual acabamos de ganar el control de esa luz. (220)
Sin duda, este apunte es vertiginoso y nos señala una conexión peculiar entre la luz emitida por el objeto y la mirada del espectador que observa ese pequeño punto que es Vega en el daguerrotipo. El vínculo entre la estrella y la persona que observa su fotografía es un vínculo material entre objetos separados por una inmensidad de tiempo y de espacio: años luz es una medida de distancia que, sin embargo, siempre nos señala la pequeñez de los marcos temporales de la vida humana y de sus invenciones.

Cuando Tzvetan Todorov traduce y comenta los escritos de Bajtín, mucho tiempo ignorados por el pensamiento occidental, reserva un apartado especial a lo que el teórico ruso llama su “antropología filosófica”. En ella, Bajtín señala insistentemente la importancia del otro para la conformación del sujeto, importancia que va a ser, en realidad, uno de los temas constantes en toda su obra. En un momento Bajtín explica:
El sol, que sigue siendo físicamente idéntico a sí mismo, se convierte en otro, por la toma de conciencia que ha tenido de él el testigo y el juez. Cesa de ser simplemente, comienza a ser en sí y para sí (categorías que aparecen en ese momento por primera vez) y para el otro, porque se reflejó en la conciencia de otro (testigo y juez): con eso, se modificó radicalmente, se enriqueció, se transformó.1 (149)
Así, para Bajtín, nada puede constituirse en sí mismo, enteramente, sin la presencia del otro. Vega, la estrella, sigue y seguirá siendo físicamente idéntica, pero se transforma, comienza a ser en sí misma, porque alguien la observa, porque alguien es testigo de su existencia. De la misma manera, no existimos completamente sin la mirada del otro. Bajtín habla de los elementos “transgredientes”, es decir, “los elementos de la consciencia que le son externos pero que son, sin embargo, indispensables para su acabado, para su constitución como totalidad” (146). Porque no nos podemos percibir como una totalidad, no podemos ver nuestra nuca, no podemos ver, en todo momento, lo que nos rodea, lo que está a nuestras espaldas, lo que mostramos de nuestro cuerpo al mundo; sólo la mirada del otro completa nuestra consciencia como una totalidad en sí:
En la vida, hacemos esto a cada paso: nos apreciamos a nosotros mismos desde el punto de vista de los otros, intentamos comprender los momentos transgredientes de nuestra consciencia misma y de tenerlos en cuenta a través del otro (…); en una palabra: constante e intensamente, vigilamos y atrapamos los reflejos de nuestra vida en el plano de la consciencia de los otros hombres (146)

Es por eso que Bajtín considera que hay algo siniestro en la cara siempre risueña que esboza Rembrandt en su autorretrato: hay algo vacío en nuestra imagen en el espejo y en las imágenes que tomamos de nosotros mismos porque no existe ahí la mirada del otro:
Sólo en el otro hombre puedo encontrar una experiencia estéticamente (y éticamente) convincente de la finitud humana, de la objetividad empírica delimitada. Sólo el otro hombre puede parecerme como parte consubstancial del mundo exterior. Porque no se puede abrazar más que al otro, envolverlo totalmente, sentir amorosamente todos sus límites. (147)


Cuando vemos un retrato, observamos al otro como una doble evidencia. Ese otro no nos sorprende, sabemos que es otro hombre, lo observamos como una totalidad tal y como hemos sido, nosotros mismos, observados. Pero también, encima de esta visión de la otredad más cotidiana, encontramos la revelación de que ese hombre fue, que alguna vez la luz rebotó de su rostro y quedó plasmada en una fotografía que ahora podemos observar. El retrato nos muestra entonces la evidencia de lo evidente: el otro que nos constituye, plasmado en una fotografía, nos dice “Yo he sido”. Se nos señala la existencia del otro no nada más como algo abstracto, universal, lejano, sino como la realidad de una persona en otro espacio y en otro tiempo que no es el aquí y el ahora en el que observo su retrato. El retrato, lo quiera o no, señala la tiranía del contexto: nos muestra que nunca compartiremos el mismo espacio y el mismo tiempo de lo fotografiado, que lo que está plasmado en él es algo siempre distante y nostálgico, algo siempre exótico. Decía Barthes: “soy el punto de referencia de toda fotografía, y es por ello por lo que ésta me induce al asombro dirigiéndome la pregunta fundamental: ¿por qué razón vivo yo aquí y ahora?” (130).

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