LOS ESPEJOS DE LA INDIA Primera parte
Texto y fotografías de Sandra Hernández
1. Un par de ojos nuevos
Entonces, El que Ve reside en sí mismo, en su Naturaleza Verdadera.
— Sutra I-3

Preparar el equipaje es el prefacio de un viaje que, como novela por entregas, se irá escribiendo día a día, abandonados al presente. Pero, ¿qué se lleva a la India, país de diversidad confeccionada por arrebatados contrastes, donde la nota roja y el cuento de hadas suceden al mismo tiempo en el mismo escenario?
Partir de viaje es también soltar. Extrañamiento, ostranenie. Hay que sacudirse el bagaje antes de pisar la tierra de los Vedas. De preferencia empacar en su lugar un par de ojos nuevos e inquisitivos, que nos permitan observar sin expectativas, como si fuera la primera vez, y encontrar la belleza donde en ocasiones parece ocultarse; encontrar la belleza a pesar de los caprichos de la mirada y sus confortables costumbres.

Vértigo, quimera y desencanto. Disponerse para las sorpresas y el inevitable derrumbe de juicios, certezas y sentimientos que sobreviene. Porque sin cuestionamientos no hay travesía: cruzar fronteras —geográficas e ideológicas— nos quita velos que la vida cotidiana no quita. Y la India es una odisea de espejos donde al mirar hacia afuera todo lo que vemos de alguna manera se nos regresa y nos obliga a husmear en nuestro interior. Ahí precisamente se origina otro viaje, uno más largo y quizá más auténtico e inquietante.
Peregrinar a pies desnudos con ofrendas a Shiva, conducir un auto-rickshaw en el camino de Galta, presenciar el ocaso en Lake Pichola en Udaipur, cruzar a camello el desierto del Thar para dormir bajo las estrellas y despertar cubierta de arena, deambular y perderme en el alucinante laberinto del Sadar Bazaar en la vieja Delhi. Y los lugares comunes, tan patentes e ineludibles en este país colmado de ellos… Es en Rishikesh, a las faldas del Himalaya, donde comienza este periplo que incluye poco más de una docena de paradas y mucho más que decenas de palabras.
«Para ver un lugar es preciso volver a verlo […] El viaje más fascinador es un regreso», dice Claudio Magris. Esta serie de crónicas es una suerte de retorno, pero ahora en el papel. Cada línea, cada frase, es asomarme de nuevo por la ventanilla del tren, doblar la esquina en tuk-tuk, o sentarme en aquella banca a mirar con un par de ojos nuevos, bien despiertos, único equipaje indispensable para llevar al país de los rajás y los sadhúes, a la patria del yoga, del mango, de la música de sitar.

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2. La Puerta del Himalaya
En la India nada para ver, todo que interpretar.
—Henri Michaux, Un bárbaro en Asia

Entré a la India por la Puerta del Himalaya: Rishikesh. Después de veinticinco horas de aeropuertos y aviones, y de siete horas de recorrido nocturno en taxi por una carretera accidentada, con un chofer que conducía en zigzag evadiendo baches, vacas y vehículos de todo tamaño que circulaban en sentido contrario, me encontraba al fin en las faldas de la cordillera más venerada del mundo. Amanecía.
El conductor me esperaba afuera de la terminal 3 del aeropuerto de Nueva Delhi en el lugar exacto que me había sido indicado: puerta 5, poste 15. Me pareció tan joven que vacilé a pesar de la señal irrefutable de portar un letrero con mi nombre. Él se llamaba Manbeer. Fue mi primer contacto en ese país y lamento haber olvidado tan pronto su cara. Solo recuerdo un hombre de talla pequeña de camisa blanca y pantalón negro, con la piel lampiña y unos ojos abultados que no hicieron contacto con los míos, costumbre habitual entre desconocidos de diferente sexo y señal de respeto hacia la gente considerada de jerarquía mayor. Tomó mi equipaje con prisa y cierta tosquedad. Apenas responde a mi saludo, pero en cuanto intento hablarle y hacerle unas preguntas me dice con firmeza: no english. Así que él no english y yo no hindi. Casi es medianoche. Nos aguarda un viaje solitario.
Pasé gran parte del trayecto en carretera pegada a los cristales del auto intentando atrapar algo de la realidad que me esperaba. En la periferia de Delhi el paisaje puede ser desconcertante: puentes y edificios a medio construir, familias completas durmiendo a la intemperie, autos y más autos desvencijados abandonados en las calles, jaurías de perros buscando alimento entre montañas de basura, montañas mismas donde parejas de vacas escuálidas mordisquean lo que encuentran: cartón, plástico o harapos. Y por todos lados niebla densa, espesa. Nunca supe si era smog. Algunos kilómetros más adelante el horizonte se despeja: los bloques de concreto mutan en campiña luciente de luna llena y calma, como si al fin llegara el adagio después de un alegro largo e intenso, de ésos que nos tienen en vilo al filo de la butaca. Retomo por un rato el casi olvidado parpadeo, mi respiración retoma su compás.
Tres de la mañana.

Nos detuvimos en uno de los restaurantes al aire libre que abundan al borde de la carretera. Un sutil olor a curry y a masala chai se cuela al interior del taxi pero al abrir la puerta es lo primero que golpea. Columnas de concreto con varillas de fierro expuestas y oxidadas y una techumbre de lámina naranja delimitan el sitio. Nos recibe Ganesh —el liberador de obstáculos— envuelto en guirnaldas marchitas y foquitos de colores. A pesar de la hora hay varias mesas ocupadas, y desde una de las esquinas, Hanuman, ese dios mitad simio mitad humano, parece sonreírnos a todos con aprobación. Me dirijo a la barra de cemento al fondo del local. A señas me ofrecen té pero me niego. A señas también pido una botella de agua. Moscas aquí y allá: insectos omnipresentes, montoneros, que arremeten y atosigan con descaro. Pago el agua y al volverme tomo un momento para observar. Entonces me doy cuenta de que soy la única mujer en el lugar. Todos me observan con evidente curiosidad.
Doscientos treinta kilómetros separan a Delhi de nuestro destino. Avanzamos entre bocinazos y volantazos a paso rudo y lento, muy lento. Manbeer conduce con la nariz casi embarrada al parabrisas, los ojos bien abiertos y los labios apretados. Imposible conciliar el sueño así. Pienso en el tiempo absoluto de Newton, sospecho que somos ese punto que va del infinito hacia el infinito. Porque, como escribe Daniélou, «el tiempo absoluto es la medida de la noche eterna». Esto es una noche eterna.
Meerut, Muzaffarnagar, Roorkee: nombres de ciudades que surgen en el camino y que no logran decirme nada. Me preocupa ignorar si vamos por la vía correcta. Después llegamos a Haridwar, una de las Sapta Puri o siete ciudades sagradas del hinduismo con su inconfundible estatua gigante de Shiva y me tranquilizo: estamos cerca, falta poco. Tímidamente se anuncia el alba cuando a lo lejos distingo por primera vez el río Ganges que a partir de ese momento aparece y desaparece del panorama hasta volverse una imagen constante. Una hora más tarde, mi silente piloto sonríe y me mira de reojo por el retrovisor. No necesita decir nada: sé que al fin hemos llegado a Rishikesh. Sonrío yo también.

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3. Holi
Celebraban Holi el día de mi llegada a Rishikesh. Para mí, una afortunada casualidad. Y para los indios, gente supersticiosa, eso solo podía traerme buenos augurios.

La noche anterior, mientras yo viajaba en taxi desde el aeropuerto de Delhi en aquella odisea que parecía interminable, en casi todas las ciudades del país se hacía una hoguera y se prendía fuego a la demonia Holika para dar inicio a las festividades de Holi —que literalmente significa «quema»— y celebrar la victoria del bien sobre el mal.
Holi festeja también el ocaso del invierno y coincide siempre con Phalgun Purnima, es decir, con la tercer luna llena del año (Phalgun es el tercer mes del calendario lunar y Purnima quiere decir luna llena). Es una de las fiestas más alegres del almanaque indio y sin duda una de las más significativas: ese día se olvidan todas las diferencias —sociales, económicas, religiosas— y se renuevan los votos de amistad y respeto entre las personas. Una fecha de absoluto regocijo y fraternidad.
Esa mañana me recibió una ciudad desvelada que despertaba sin premura, como muchas de las cosas que suceden en la India. El panorama, desprovisto del maquillaje de la noche que todo lo enmascara, se muestra diferente a la luz del sol. Aparecen edificios mutilados, tullidos, leprosos. Otros corcovados, con ojos estrábicos o extremidades deformes de fierros roñosos. También algunos de modesta elegancia, recién acicalados. Y los más raros, de presencia fastuosa, impecables, de porte gallardo y fachada real.
La arquitectura anticipa a su gente.
Los comercios siguen cerrados. Las calles se encuentran ocupadas por filas de autobuses adornados de manera estrepitosa que me hacen recordar a las chivas colombianas, y por bovinos desnutridos que deambulan como si fueran los terratenientes del pueblo. Manbeer, el taxista, se detiene en la puerta del ashram que será mi hogar por los siguientes treinta días. El pequeño cuarto que funge como recepción del lugar está cerrado y a oscuras. Afuera, junto a la entrada, dos juegos de sandalias. Por la puerta de vidrio se puede ver un mostrador, dos sillones y, entre ellos, en el piso, algo que parece un bulto de cobijas. Golpeo el cristal con cobardía. Espero y toco con fuerza una vez más. Las cobijas se mueven dejando una persona al descubierto. Alguien más aparece, azorado, detrás del mostrador. Intento hablar con el muchachito del bulto pero el hombre del mostrador se adelanta, toma una llave y con gesto soñoliento me indica que lo siga. Manbeer y su auto desaparecen sin decir adiós.
Me asignan una recámara que da a la calle. Insisten en que es provisional: por la tarde podré ocupar mi habitación definitiva. Han pasado treinta y cinco horas desde que salí de casa. Tengo hambre, tengo sueño, tengo frío y me urge un baño de agua caliente. Decido dormir. Estoy tan cansada que olvidaré todo lo demás. Pero la calma matutina es pasajera y mi tregua se interrumpe en varias ocasiones. Entre sueños escucho el jolgorio que viene del exterior. Voces, cornetas, ir y venir de vespas; alaridos de sorpresa seguidos de carcajadas; conversaciones en hindi, música de Bollywood. Y los olores. Un olor a humo me persigue desde anoche y se ha instalado en mis fosas nasales. El estruendo acomete también por la nariz.
Bura na maano Holi hai: no te ofendas, hoy es Holi.
Logré despabilarme comenzada la tarde. Del otro lado de la ventana el alboroto no cesa. Aturdida por el hambre y la modorra, e incitada por la curiosidad que no resiste más, tomé un baño y salí. La ciudad está de juerga. La gente celebra jubilosa, cubierta de pies a cabeza de pigmento rosa, morado, verde, amarillo. Difícil distinguir quién es quién detrás de esas plastas de gulal y abeer. Incluso los animales participan en esta procesión (pasarán algunos días antes de que desaparezcan los vestigios de color en su pelaje: souvenir andante). Y yo, con mi ropa impoluta y mi cabellera recién lavada, todavía húmeda, parezco un alien entre toda esta tribu de danzantes policromos.

Me mezclo entre la turba que hoy me da la bienvenida:
Danza, Lala, vestida solo de aire;
canta, Lala, cubierta solo de cielo:
aire y cielo, ¿hay vestido más hermoso?1
La alegría nunca viene en escala de gris. Los buenos augurios tampoco.
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