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Límulus

Sobre indios y cowboys: México en En el camino de Jack Kerouac

Texto de Kelly Martínez
Ilustración de Abril Castillo

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A José Orozco, el chicano, amigo, frontera que se borra…

Me gusta pensar –creo que a Hemingway también le gustaba– que, cuando Mark Twain escribió Las aventuras de Tom Sawyer, cambió  para siempre la faz de la literatura  y la cultura estadounidenses. Sus novelas, relatos locales que recogían distintos dialectos y que –influenciadas por el periodismo– ofrecían un retrato profundamente honesto de la realidad del sur del país a finales del siglo XIX, abrieron camino a la  tradición literaria estadounidense de decir las cosas directamente, sin adornos y, al mismo tiempo, con toda la gracia posible. Ese cambio, por supuesto, era parte de algo  mayor: un proceso de transformación social y cultural que alimentaría a las artes y sería alimentado por ellas, pues la totalidad del imaginario norteamericano estaba transformandose. Sin ánimos de darle una lectura sociológica al nuevo camino de la literatura, sino más bien tratando de entender el diálogo entre  texto y contexto, es importante recordar que, aunque fuera el primer país del continente americano en independizarse, el espíritu de la colonia seguía estando presente y, por ende, había la necesidad  formarse una identidad propia.

Así también, la literatura estadounidense seguía estando sujeta a los cánones victorianos del buen escribir, que no sólo tenían que ver con un aspecto formal de la escritura, sino con la creación de contenidos mediados por rígidos códigos morales. Sin embargo, ese afán de pureza y esa rígidez comenzarían a verse amenezados desde la literatura. En primera instancia porque el uso del inglés comenzaría a volverse cada vez más casero y porque las estructuras narrativas y poéticas dejarían atrás el terreno de la estética inglesa. En segunda, porque todo aquello que la cultura oficial había relegado a la periferia y el margen –ofendía a las castas almas “americanas”– comenzaría a cobrar mayor y mayor protagonismo como tema literario. No sorprende descubrir que esta liberación literaria y, por ejemplo, la abolición de la esclavitud estuviesen hermanadas en el tiempo. El Jim de Mark Twain, el pequeño esclavo, podría ser más que una aparición azarosa y se convertiría en un gesto político del autor.

Con Jim se inaugura, oficialmente, la literatura moderna en los Estados Unidos. La imagen edulcorada y artificiosa que los escritores costumbristas vendían de la vida en el país comienza a ceder paso a la gran polifonía cultural “americana”. Y, si a eso le sumamos la Primera Guerra Mundial (1914) y la Gran Depresión (1929), entendemos que la fisura se convirtió en grietas y por ahí comenzó a escaparse lo negado, lo suprimido, lo escondido y marginado, que iba desde esos simpáticos personajes de origen hispano en Tortilla Flat, de Steinbeck (1935) y los campesinos de Las uvas de la ira (1939), hasta las fiestas vertiginosas y borrrachas que ofrecía Gatsby. Y no se trataba de un gesto condescendiente con lo marginado, de una mirada desde arriba, sino de un equilibrar la balanza y de acercar orillas. Ese tipo de acercamientos han sido, desde el Renacimiento, una forma de desafiar al poder. Llevó a personajes como Rabelais a escribir Gargantúa y Pantagruel.

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Pero, si en alguna novela de la primera o la segunda posguerra esa mirada al otro fue realmente escandalosa para las “buenas costumbres” norteamericanas, fue en En el camino, de Jack Kerouac. Tal vez porque también él era un otro, un franco-canadiense, un emigrante, o porque los Beat creyeron en hablar con la musa tal y como se hablaba con los amigos, las páginas del viaje de Sal Paradise y Dean Moriarty –a lo largo y ancho del territorio nacional– están llenas de personajes que ya no son esa figura secundaria del Jim de Tom Sawyer, sino una presencia constante y sonante. Las largas carreteras que recorren  funcionan como herramienta narrativa para hablar de la vastedad de la geografía territorial y de la vastedad de la geografía humana. Carreteras que, además, se atreven, van más allá de sí mismas y terminan en un viaje a México: el viaje final, el territorio que se visita antes de que Ítaca sea un lugar posible.

Sabemos bien que la relación entre Estados Unidos y México ha sido, desde hace siglos, compleja. Desde el territorio mexicano arrebatado durante los tejemanejes coloniales hasta la dura travesía de los «espaldas mojadas» para cruzar la frontera, la tensión entre los dos vecinos más grandes del norte de América sigue teniendo tela para cortar: dos culturas muy diferentes que, sin embargo –y a veces de manera terrible– han seguido manteniéndose en comunicación. Por otro lado, para nadie es un secreto que, de las muchas comunidades hispanoparlantes en Estados Unidos, la mayor es la mexicana, esencial en la construcción del país y que –a pesar de la xenofobia y las duras condiciones de vida– han terminado siendo una presencia maravillosa e insoslayable.

El viaje a México de Sal y Dean es, en primera instancia, un viaje hacia tierras exóticas. Es importante recordar siempre que, a pesar la de independización, En el camino es una novela escrita en clave romántica y los románticos amaban lo exótico. Pero es también una forma de reivindicación del otro, una mirada que intenta dignificar. Quienes han querido ver, en el penúltimo capítulo, solamente una mirada exotizante parecieran olvidar la época en la que fue escrito y lo mucho que significó (y escandalizó) dentro del contexto del mainstream norteamericano de la década de los cincuenta. Ya no se trataba solamente de que ese otro (esa “impureza”) cobrase voz en la literatura, sino que, además, los dos personajes principales abandonaban territorio nacional para sumergirse, de corazón y de cabeza, en el territorio de esos otros (un viaje que otros, especialmente el fotógrafo Edward Weston, ya habían hecho). Sumergirse, para decirlo con Artaud, en el país de los tarahumaras. Literalmente, la frontera se había cruzado. Se había transgredido el límite.

Atravesamos el desierto y llegamos a Sabinas Hidalgo hacia las siete de la mañana. Aminoramos mucho la marcha para ver cómo era. Despertamos a Stan. Se sentó muy tieso mirándolo todo. La calle principal estaba llena de barro y de baches. A ambos lados había fachadas de adobe muy sucias y rotas. Pasaban burros muy cargados. Mujeres descalzas nos observaban desde sombríos umbrales. La calle estaba completamente atestada de gente que iniciaba un nuevo día en el campo mexicano. Viejos con grandes bigotes nos miraban atentamente. El espectáculo de tres jóvenes americanos barbudos y harapientos en lugar de los turistas usualmente bien vestidos les interesaba. 1

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México es, para Sal y Dean, posibilidad de descubrimiento y sorpresa. No sólo porque adentrarse en otra tierra siempre lo es o porque viajar sea, de por sí, un espacio de revelaciones: abandonar lo conocido es percatarnos de nuestras verdaderas dimensiones frente a la realidad. Es descubrimiento y sorpresa porque también sus prejuicios sobre México son puestos a prueba y de eso se trata, al fin y al cabo, viajar. Travel proviene de tripalium, un instrumento de tortura romano: el viaje implica un padecimiento, un ser puestos a prueba y eso es algo que Homero nos advirtió desde esa ceguera suya que tanto se parecía a la misteriosa sonrisa de los dioses. Y luego está nuestra palabra, que viene de viatge que, a su vez, viene de viaticum, lo que nos alimenta durante el camino: si la experiencia no nos nutre, es probable que realmente no hayamos viajado.

Y hay implícito, en la palabra, un concepto más que también resulta importante cuando se habla de viaje: partir, de pars, que también es raíz de parto. El viaje es una forma de renacimiento y la aventura de Sal y Dean es precisamente eso, un nacer de nuevo. Un encontrar y un reencontrarse en lo desconocido, en la intemperie. Y ese encontrar es descubrir, es descomponer y recomponer el imaginario que es, precisamente, lo que sucede en el viaje a México: un entendimiento de la realidad desde un lugar, hasta entonces, inconcebible.

Sal, estoy viendo el interior de esas casas según pasamos…miras dentro y ves cunas de paja y niños muy morenos durmiendo que se agitan a punto de despertar con sus pensamientos saliendo de la mente vacía del sueño, recuperando su propio ser, y las madres preparando el desayuno en cazuelas de hierro… y fíjate en esas persianas que tienen en las ventanas y en los viejos tan serenos y sin ninguna preocupación. Aquí nadie desconfía, aquí nadie recela. Todo el mundo está tranquilo, todos te miran directo a los ojos y no dicen nada, con esos ojos oscuros, y  en esas miradas hay unas cualidades suaves y tranquilas, pero que están siempre ahí. Fíjate en todas esas historias que hemos leído sobre México y el mexicano dormilón y toda esa mierda sobre que son grasientos y sucios y todo eso, cuando aquí la gente es honrada, es amable, no molesta. 2

Y aunque hoy nos parezca ingenua la mirada de Kerouac o podamos decir, desde las filas de los Estudios Culturales, que se trata de una visión eurocéntrica (y ese montón de etiquetas que –desde el terreno de la postmodernidad– funcionan tantas veces para el descrédito y no para el estudio) siempre es importante volver al contexto en que se produjeron los hechos: un “crimen” no  se resuelve desde la distancia contemplativa. En plena década del cincuenta, en los Estados Unidos, escribir En el camino fue un riesgo. No sólo porque todo un sistema de valores oficiales estaba siendo cuestionado, sino porque además ese cuestionamiento era castigable si pensamos que, en el momento en que la novela salió a la palestra, la cacería de brujas desatada por el Macartismo estaba en pleno apogeo. Hablar mal de los «cowboys” y bien de los «indios” podía perfectamente incluirte en las filas de “simpatizante del comunismo” y eso significaba muchas cosas más que una simple etiqueta. Significaba ser antiamericano, estar contra la nación, ser un enemigo y ser literalmente juzgado por ello.

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No se trata tampoco de que el escritor sea un héroe y la novela el tratado más espléndido que se haya escrito sobre México, pero sí de un gesto con valor humano y humanista pues significó mostrarle a un grupo de lectores que la imagen asumida sobre el vecino nada tenía que ver con la realidad y ese mostrar se hacía desde el respeto y no desde la condescendencia. Para la conciencia americana eso era un vuelco y la condescendecia, si acaso, no era con los mexicanos, sino con el propio pueblo y consigo mismo: un poner en juego la propia idiotez. El viaje a México era mucho más que una revalorización del otro o una fantasía pornográfica de hashish en el cielo 3  donde hay mambo y prostitutas y marihuana y diversión, tal y como sucede en la famosa escena del burdel en un pueblo mexicano (y que tiene una dimensión más profunda que el mero escándalo que representó en su momento o que representa ahora en términos de lo políticamente correcto. Es una escena erótica y un acto de irreverencia). El viaje era, además, la posibilidad de aproximarse a un espacio donde el ideal Beat de una vida no mecanizada parecía ser posible. En eso también la generación de Kerouac y Ginsberg heredó la conciencia romántica de máquina vs. hombre, de civilización vs. naturaleza y no resulta del todo incomprensible o criticable si pensamos que, al fin y al cabo, era la generación de la segunda posguerra, hijos del horror de una bomba atómica.

México fue, entonces –no sólo para Sal y Dean, sino para Kerouac y Neal Cassady, pues la novela es autobiográfica– la posibilidad de aproximarse a un lugar donde, de alguna forma, la relación entre la tierra y el hombre seguía siendo más estrecha. Por supuesto, quienes vivimos en América Latina entendemos que esa relación implica también una serie de problemas, no en sí misma pero sí en la red sociopolítica de nuestros países y que la pobreza de nuestras zonas rurales no es necesariamente ideal, pero, de alguna forma, también implica una serie de conocimientos o de aprehensión de la realidad que parecieran haberse perdido con la industralización. De allí, de ese encuentro entre el hombre y la tierra y del encuentro de Sal/Kerouac con todo ello se desprende el que es, sin duda, uno de los fragmentos más hermosos de la novela:

No era como conducir a través de Carolina, Texas, Arizona o Illinois; era como conducir a través del mundo por lugares donde por fin aprenderíamos a conocernos entre los indios del mundo, esa raza esencial básica de la humanidad primitiva y doliente que se extiende a lo largo del vientre ecuatorial del planeta desde Malaya (esa larga uña de China) hasta el gran subcontinente de la India, hasta Arabia, hasta Marruecos, hasta estos mismos desiertos y selvas de México y sobre los mares hasta Polinesia, hasta el místico Siam del Manto Amarillo y así, dando vueltas y vueltas, se oye el mismo lamento junto a las destrozadas murallas de Cádiz, España, que se oye 20.000 kilómetros más allá en las profundidades de Benarés, la capital del mundo. Estos individuos eran indudaablemente indios y en nada se parecían a los Pedros y los Panchos del estúpido saber popular americano… tenían pómulos salientes y ojos oblicuos y gestos delicados; no eran idiotas, no eran payasos; eran indios solemnes y graves, eran el origen de la humanidad, sus padres. Las olas son chinas, pero la tierra es asunto indio. Tan esenciales como las rocas del desierto son ellos en el desierto de la “historia”. Y lo sabían cuando pasábamos por allí; unos americanos que se daban importancia y tenían dinero e iban a divertirse a su país; sabían quién era el padre y quién era el hijo de la antigua vida de la tierra y no hacían ningún comentario. Porque cuando llegue la destrucción del mundo de la “historia” y el apocalipsis vuelva una vez más como tantas veces antes, ellos seguirán mirando con los mismos ojos desde las cuevas de México, desde las cuevas de Bali, donde empezó todo y donde Adán fue engañado y aprendió a conocer. Estos eran mis pensamientos mientras conducía el coche hacia la tórrida ciudad de Gregoria, abrasada por el sol. 4

Así, la cuadratura de la historia se desencaja: en el imaginario “americano” (esa mala costumbre de apropiarse de todo el continente) el “indio” tiene mucho que enseñarle al “cowboy”, ya no es el personaje malo de la película, aunque sepamos que, en esa labor de reivindicación, todavía falta mucho por hacer. La justicia poética viene a llenar los huecos que no pudo llenar la justicia política. El penúltimo capítulo de En el camino es una forma de devolución simbólica del territorio robado, es una frontera que se desdibuja.

Miami, 2015

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1. Jack Kerouac. En el camino. Barcelona: Club Bruguera. 1981. p. 362.

2. Ib. p. 363.

3. Ib. p. 375.

4. Ib. p. 375.

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